Ousmane Dembélé, de anti-héroe a leyenda⚽️
𖧹 El crack francés se redimió consigo mismo y entregó su mejor versión, la que hoy lo convirtió de un condenado al cadalso del fracaso a ganador del Balón de Oro
Por Carlo Marcantoni
carlomarcantoni@miamigoldeportes.com
(MGD).- En el vasto tapiz del fútbol, donde los sueños se tejen con hilos de gloria y desgarros, pocos relatos resuenan con la intensidad poética de Ousmane Dembélé. Nacido el 15 de mayo de 1997 en Vernon, una pequeña ciudad normanda de Francia, bajo el cielo gris de un país que cría campeones con la misma naturalidad con que llueve en otoño, Dembélé emergió como un relámpago en el horizonte del Deporte Rey.
Hijo de raíces mauritanas, senegalesas y malíes, su herencia africana le infundió esa velocidad felina y ese regate impredecible que lo convertirían en un prodigio. Pero su camino no fue una línea recta hacia el Olimpo; fue un zigzag tortuoso, un baile entre la promesa y la frustración, entre el antihéroe incomprendido y el héroe redimido que, en la noche del 22 de septiembre de 2025, levantó el Balón de Oro en París, con lágrimas en los ojos y el mundo a sus pies.
Imaginemos a un niño de trece años en Évreux, pateando un balón raído en campos embarrados, soñando con el Stade de France. El Stade Rennais lo vio llegar como un vendaval: debut profesional en 2015, doce goles en su primera temporada en Ligue 1, y el premio al Mejor Jugador Joven de la liga.
Era el 2016, y el mundo susurraba su nombre. Borussia Dortmund, ese coloso alemán de disciplina prusiana, lo reclamó por una cifra modesta. Allí, en la Signal Iduna Park, Dembélé se transformó en un demonio: once goles y veintiún asistencias en una sola temporada, ganando la Copa Alemana y bailando en la Champions League poniendo en relieve que su talento ambidiestro hacía enloquecer a los defensas.
Era el «nuevo Neymar», decían; un artista callejero con botas de oro. Pero el fútbol, ese cruel editor de destinos, tenía otros planes. El verano de 2017 marcó el principio del fin… o del principio de su calvario. Barcelona, huérfano de Neymar tras su marcha al PSG por 222 millones de euros, apostó todo por Dembélé: 105 millones más 40 en variables, el segundo fichaje más caro de la historia.
Llegó al Camp Nou como el salvador, el heredero de la magia culé. Pero el destino, caprichoso, le tendió una trampa en su tercer partido: rotura del tendón del bíceps femoral. Nueve meses de oscuridad. Regresó, pero las lesiones lo acechaban como sombras: isquiotibiales, tobillos, músculos traicioneros.
En seis años, acumuló quince lesiones graves, perdiendo 784 días de fútbol —casi dos años enteros en la enfermería. La prensa lo tildó de «frágil», de «millonario caprichoso». Rumores de fiestas, de falta de profesionalidad, lo pintaron como el antihéroe perfecto: talento desbordante, pero alma errante.
Xavi Hernández, su mentor en La Masia, lo defendió con fiereza en 2021: «Puedo hacer de Ousmane el mejor jugador del mundo». Pero las dudas crecían. En el Barça ganó tres Ligas, dos Copas del Rey y un doblete, pero su legado era de promesas rotas: solo 40 goles en 185 partidos, eclipsado por la sombra de Messi y las críticas de una afición que clamaba por consistencia.
Y sin embargo, en medio de esa tormenta, brillaron chispas de redención. Con Francia, Dembélé era intocable: campeón del Mundo en 2018, subcampeón en 2022, goles en la Euro 2024. Internacionalmente, era un rey; en el club, un príncipe destronado. El contrato se renovó hasta 2024, pero el desgaste era evidente.
Llegó el verano de 2023, y con él, el regreso a casa. El PSG, ese enigma parisino de ambiciones galácticas, lo fichó por 50 millones de euros. No era Mbappé, que huía a Madrid; era Dembélé, el hijo pródigo de la Ligue 1, listo para sanar sus heridas en el Parque de los Príncipes.
París lo recibió con brazos abiertos, pero no sin pruebas. Bajo Luis Enrique, un padre estricto y visionario, Dembélé fue reinventado. De puntero impredecible a falso nueve letal; de creador a verdugo. «Sé egoísta, anota goles», le dijo el asturiano. Y Dembélé obedeció.
La temporada 2023-24 fue un prólogo: goles en la final de la Coupe de France, título de Ligue 1. Pero el 2024-25… ah, el 2024-25 fue su sinfonía. En 49 partidos, 33 goles y 15 asistencias. En Ligue 1, compartió el título de máximo goleador con 21 tantos. En la Champions, fue el alma del PSG: asistencias decisivas en semis contra Arsenal, doblete en la final contra Inter Milan, un 5-0 histórico que coronó el primer triplete continental del club: Ligue 1, Coupe de France y Champions League.
Jugador del Año en la liga y en Europa, superando a rivales como Lamine Yamal, ese prodigio del Barça que quedó segundo en la votación. No fue solo estadística; fue catarsis. Las lesiones, que lo habían perseguido como fantasmas —un isquiotibial en semis contra Arsenal, otro con Francia en septiembre de 2025—, ya no lo definían.
Dembélé había aprendido a amar los remates, a presionar como si estuviera poseído, a liderar sin excusas. «Esta es la mejor temporada de mi carrera», confesó en una entrevista, con la voz quebrada por la emoción. Luis Enrique, como un padre orgulloso, lo llamó «hijo»; el PSG, equipo del año; Francia, su sexta estrella en el Balón de Oro.
En la gala del Théâtre du Châtelet, bajo las luces doradas, Dembélé levantó el esférico de oro con manos temblorosas. No era solo un trofeo; era la absolución. Del chico de Évreux que driblaba sueños en la lluvia, al antihéroe vilipendiado en Barcelona, al héroe parisino que conquistó Europa.
«Gracias a todos los que dudaron de mí», dijo, con una sonrisa que borraba años de dolor. «Esto es para mi familia, para Francia, para el PSG… y para mí, que nunca me rendí».
Ousmane Dembélé no es solo un ganador de Balón de Oro; es la prueba viviente de que las caídas más profundas forjan los vuelos más altos. En un fútbol de máquinas perfectas, él nos recuerda que los humanos, con sus grietas y resurrecciones, escriben las epopeyas más emotivas. Y mientras el balón rueda, su historia sigue inspirando: de antihéroe a leyenda, de Vernon a la eternidad.



